El peso de mi corazón es un tejido de ausencias. Sobre papeles artesanales grabados con texturas, recojo los rostros de mi abuela, mi madre y los hijos que ya no están. Cada hoja se convierte en relicario: guarda una ventana con el paisaje que mi abuela contemplaba de niña, un medallón de la Virgen, fotografías y hasta los pliegues de un tapete familiar.

 

El bordado —hecho por mi madre en los márgenes del papel— une estas tres generaciones como un hilo que cose el tiempo. Sus puntadas en crochet no solo enmarcan la obra, sino que repiten el gesto ancestral de tejer memoria. Las fibras del papel, ásperas como tierra, contrastan con la delicadeza de las imágenes transferidas: rostros que se funden con las grietas del soporte, como si la materia misma luchara por retenerlos.

 

Aquí no hay jerarquías: el retrato de un hijo perdido pesa igual que la ventana con el cerro de la infancia. El peso de mi corazón es ese lugar donde lo sagrado (la Virgen), lo cotidiano (el tapete) y lo perdido (las fotos) coexisten en frágil equilibrio, sostenido por el oficio de manos que bordaron su amor en papel.